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Una alimentación adicta al petróleo

Una alimentación adicta al petróleo





 Comemos petróleo, aunque no lo parezca. El actual modelo de producción, distribución y consumo de alimentos es adicto al “oro negro”. Sin petroleo no podríamos comer como lo hacemos. Sin embargo, ante un escenario donde cada vez va a ser más difícil extraer petróleo y éste resultará más caro, ¿cómo vamos a alimentarnos?

Por Esther Vivas

La agricultura industrial nos ha hecho dependientes del petróleo. Desde el cultivo, la recolección, la comercialización y hasta el consumo, necesitamos de él. La revolución verde, las políticas que nos dijeron modernizarían la agricultura y acabarían con el hambre, y que se implementaron entre los años 40 y 70, nos convirtieron en “yonquis” de este combustible fósil, en parte gracias a su precio relativamente barato.

La maquinización de los sistemas agrícolas y el uso intensivo de fertilizantes y pesticidas químicos son el mejor ejemplo. Estas políticas significaron la privatización de la agricultura, dejándonos, a campesinos y consumidores, en manos de un puñado de empresas del agronegocio. A pesar de que la revolución verde insistió en que aumentaría la producción de comida y, en consecuencia, acabaría con el hambre, la realidad no resultó ser así.

Por un lado, sí que la producción por hectárea creció. Según datos de la FAO, entre los años 70 y 90, el total de alimentos per cápita a nivel mundial subió un 11%. Sin embargo, esto no repercutió, como señala Jorge Riechmann en su obra ‘Cuidar la (T)tierra’, en una disminución real del hambre, ya que el número de personas hambrientas en el planeta, en ese mismo período y sin contar a China cuya política agrícola se regía por otros parámetros, ascendió, también, en un 11%, pasando de los 536 millones a los 597.

En cambio, la revolución verde tuvo consecuencias muy negativas para pequeños y medianos campesinos y para la seguridad alimentaria a largo plazo.

En concreto, aumentó el poder de las empresas agroindustriales en toda la cadena productiva, provocó la pérdida del 90% de la agro y la biodiversidad, redujo masivamente el nivel freático, aumentó la salinización y la erosión del suelo, desplazó a millones de agricultores del campo a las ciudades miseria, desmantelando los sistemas agrícolas tradicionales, y nos convirtió en dependientes del petróleo.


Una agricultura ‘yonqui’

La introducción de maquinaria agrícola a gran escala fue uno de los primeros pasos. En Estados Unidos, por ejemplo, en 1850, como recoge el informe Food, Energy and Society, la tracción animal era la principal fuente de energía en el campo, representaba un 53% del total, seguida de la fuerza humana, con un 13%.

Cien años más tarde, en 1950, ambas sumaban tan solo el 1%, ante la introducción de maquinas de combustible fósil. La dependencia de la maquinaria agrícola (tractores, cosechadoras, camiones…), más necesaria si cabe en grandes plantaciones y monocultivos, es enorme.

Desde la producción, la agricultura está “enganchada” al petroleo. El sistema agrícola actual con el cultivo de alimentos en grandes invernaderos independientemente de su temporalidad y el clima muestra, asimismo, su necesidad de derivados del petróleo y el elevado consumo energético. Desde mangueras pasando por contenedores, acolchados, mallas hasta techos y cubiertas, todo es plástico.

El Estado español, según datos del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente, está a la cabeza del cultivo bajo plásticos en la Europa mediterránea con 66 mil hectáreas cultivadas, la mayor parte en Andalucía, y en particular Almería, seguida, a más distancia, de Murcia y Canarias.

Y, ¿qué hacer con tanto plástico una vez finaliza su vida útil? El uso intensivo de fertilizantes y pesticidas químicos son una muestra más de la adicción del modelo alimentario al petróleo.

La comercialización de fertilizantes y pesticidas ha aumentado un 18% y un 160%, respectivamente, entre los años 1980 y 1998, según el informe Eating oil: food suply in a changing climate. El sistema agrícola dominante necesita altas dosis de fertilizantes elaborados con petróleo y gas natural, como amoniaco, urea, etc., que sustituyen los nutrientes del suelo. Multinacionales petroleras, como Repsol, Exxon Mobile, Shell, Petrobras cuentan en su cartera con inversiones en producción y comercialización de fertilizantes agrícolas.

Los pesticidas químicos de síntesis son otra fuente importante de dependencia de este combustible fósil.

La revolución verde, como analizábamos, generalizó el uso de plaguicidas y, en consecuencia, la necesidad de petróleo para elaborarlos. Y todo esto, sin mencionar el impacto medioambiental del uso de dichos agrotóxicos, contaminación y agotamiento de tierras y aguas, y en la salud de campesinos y consumidores.

 

Alimentos viajeros

La necesidad de petróleo la observamos, también, en los largos viajes que realizan los alimentos desde donde son cultivados hasta el lugar en que se consumen. Se calcula que la comida viaja de media unos 5 mil kilómetros del campo al plato, según un informe de Amigos de la Tierra, con el consiguiente menester de hidrocarburos e impacto medioambiental. Estos “alimentos viajeros”, según dicho informe, generan casi 5 millones de toneladas de CO2 al año, contribuyendo a la agudización del cambio climático.

La globalización alimentaria en su carrera para obtener el máximo beneficio, deslocaliza la producción de alimentos, como ha hecho con tantos otros ámbitos de la economía productiva.

Produce a gran escala en los países del Sur, aprovechándose de unas condiciones laborales precarias y una legislación medioambiental inexistente, y vendiendo, posteriormente, su mercancía aquí a un precio competitivo.

O produce en el Norte, gracias a subvenciones agrarias en manos de grandes empresas, para después comercializar dicha mercancía subvencionada en la otra punta del planeta, vendiendo por debajo del precio de coste y haciendo la competencia desleal a la producción autóctona.

Aquí reside el porqué de los alimentos kilométricos: máximo beneficio para unos pocos; máxima precariedad, pobreza y contaminación ambiental para la mayoría. En el año 2007, se importaron en el Estado español más de 29 millones de toneladas de alimentos, un 50% más que en 1995. Tres cuartas partes fueron cereales, preparados de cereales y piensos para la ganadería industrial, la mayor parte llegados de Europa y América Central y del Sur, como recoge el informe Alimentos kilométricos. Incluso comestibles típicos, como el garbanzo o el vino, los acabamos consumiendo de miles de kilómetros de distancia. El 87% de los garbanzos que comemos aquí vienen de México, en el Estado español su cultivo ha caído en picado.

¿Qué sentido tiene dicho ajetreo internacional de alimentos desde un punto de vista social y medioambiental? Ninguno. Una comida típica dominical en Gran Bretaña con patatas de Italia, zanahorias de Sudáfrica, judías de Tailandia, ternera de Australia, brócoli de Guatemala y con fresas de California y arándanos de Nueva Zelanda de postres genera, según el informe Eating Oil: food suply in a changing climate, 650 veces más de gases de efecto invernadero, debido al transporte, que si dicha comida hubiese sido cultivada y comprada localmente. La cifra total de kilómetros que el conjunto de estos “alimentos viajeros” suman del campo a la mesa es de 81 mil, el equivalente a dos vueltas enteras al planeta tierra.

Algo irracional, si tenemos en cuenta que muchos de estos productos se cultivan en el territorio. Gran Bretaña importa grandes cantidades de leche, cerdo, cordero y otros alimentos básicos, a pesar de que exporta cantidades similares de los mismos. Aquí, pasa lo mismo.


Comiendo plástico

Y una vez los alimentos llegan al supermercado, ¿qué sucede? Plástico y más plástico, con derivados del petroleo. Así, encontramos un embalaje primario que contiene el alimento, un empaquetado secundario que permite una atractiva exhibición en el establecimiento y, finalmente, bolsas para llevártelo del “súper” a casa.

En Catalunya, por ejemplo, de los 4 millones de toneladas de residuos anuales, un 25% corresponde a envases de plástico. Los supermercados lo empaquetan todo, la venta a granel ha pasado a la historia. Un estudio encargado por la “Agencia Catalana del Consum” concluía que comprar en comercios de proximidad generaba un 69% menos de residuos, que haciéndolo en un supermercado o una gran superficie.

Una anécdota personal ilustra bien esta tendencia.

De pequeña, en casa compraban el agua embotellada en grandes garrafas de vidrio de ocho litros, hoy casi toda el agua que se comercializa está embotellada en envases de plástico. Y se ha puesto de moda, incluso, comprarla en packs de seis unidades de litro y medio.

No es de extrañar, pues, que de los 260 millones de toneladas de residuos de plástico en el mundo, la mayor parte sean envases de botellas de agua o leche, como indica la Fundación Tierra.

El Estado español, según dicha fuente, es el principal productor en Europa de bolsas de plástico de un solo uso y el tercer consumidor. Se calcula que la vida útil de una bolsa de plástico es 12 minutos de media, pero su descomposición puede tardar unos 400 años. Saquen conclusiones. Vivimos en un planeta de plástico, como retrataba brillantemente el austríaco Werner Boote en su film ‘Plastic Planet‘ (2009), donde afirmaba: “La cantidad de plástico que hemos producido desde el principio de la edad del plástico es suficiente para envolver hasta seis veces el planeta con bolsas”.

Y no sólo eso, ¿qué impacto tiene en la salud su omnipresencia en nuestra vida cotidiana? Un testimonio en dicho film decía: “Comemos y bebemos plástico”. Y esto, como denuncia el documental, tarde o temprano, nos pasa factura.

La gran distribución no solo ha generalizado el consumo de ingentes cantidades de plástico sino, también, el uso del coche para ir a comprar. La proliferación de hipermercados, grandes almacenes y centros comerciales en las afueras de las ciudades ha obligado al uso del coche privado para desplazarse hasta estos establecimientos.

Si tomamos como ejemplo Gran Bretaña, y como indica el informe Eating Oil: food suply in a changing climate, entre los años 1985/86 y 1996/98 el número de viajes a la semana por persona en coche para hacer la compra pasó de 1,7 a 2,4. El total de la distancia recorrida, también, aumentó, de los 14km por persona a la semana a 22km, un ascenso del 57%. Más kilómetros, más petroleo y más CO2, en detrimento, además, del comercio local. Si en el año 1998, existían en el Estado español 95 mil tiendas, en el 2004 esta cifra se había reducido al 25 mil.


¿Qué hacer?

Según la Agencia Internacional de la Energía, la producción de petróleo convencional alcanzó su pico en 2006.

En un mundo, donde el petroleo escasea, ¿qué y cómo vamos a comer?

En primer lugar, es necesario tener en cuenta que a más agricultura industrial, intensiva, kilométrica, globalizada, más dependencia del petroleo. Por contra, un sistema campesino, agroecológico, local, de temporada, menos “adición” a los combustibles fósiles.

La conclusión, creo, es clara.

Es urgente apostar por un modelo de agricultura y alimentación antagónico al dominante, que ponga en el centro las necesidades de la mayoría y el ecosistema.

No se trata de una vuelta romántica al pasado, sino de la imperiosa necesidad de cuidar la tierra y garantizar comida para todos.

O apostamos por el cambio o cuando no quede más remedio que cambiar, otros, como tantas veces, van a hacer negocio con nuestra miseria.

No dejemos que se repita la historia.

FUENTE: esthervivas.com

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