Periódico del Bien Común
¿Existe el Bien Común?
¿Existe el Bien Común?
No son pocos los discursos que apelan al bien común: economía del bien común, política al servicio del bien común, trabajar por el bien común… Yo mismo (*), con frecuencia, he utilizado la expresión del bien común como aquello que beneficia a todos y no sólo a una parte.
Sin embargo, mirando con un poco más de detenimiento el concepto, nos encontramos con alguna que otra duda: si es común quiere decir que es común a algo o a alguien; es decir, que aquello a lo que se refiere “pertenece” a un conjunto de personas que lo consideran propio. Y si no pertenece a nadie, en el sentido de que nadie lo siente como propio, ¿deja de existir como bien común?
Esto quiere decir que para que algo sea parte de un bien común debe formar parte de la comunidad –término con el que comparte etimológicamente la raíz de común-. Lo que se deriva de todo ello es que no es posible el bien común sin el sentimiento de comunidad; sin la conciencia de pertenencia.
Trabajar por el bien común vendría a ser entonces trabajar por un bien que favorece a la comunidad a la que le pertenece. No se trata por tanto de un “brindis al sol”, de algo etéreo y falto de concreción. Priorizar lo comunitario frente a lo individual, nos obliga a preguntarnos sobre qué comunidad recae aquello que se ha priorizado. Para los socios de un club deportivo su bien común son las instalaciones que pertenecen al conjunto de socios.
Como socio tomo en consideración su mantenimiento –aunque de una manera más laxa que en caso de pertenencia exclusiva- porque en cierta medida me pertenece, forma parte de mi historia, de mi vida, de mis preocupaciones; lo mismo ocurre para los miembros de cualquier comunidad de vecinos. (Y si no se da, es que aunque de facto pertenezca, de conciencia no formo parte de esa comunidad). Su bien común es común al conjunto de aquellos a quienes pertenece. La consecuencia de ello es inmediata: lo que nos falla en esta ideología individualista que nos domina es la falta de conciencia de comunidad para que haya una verdadera voluntad por el bien común.
¿Y a quién pertenece el aire, los montes públicos, los parques de una ciudad, el cielo estrellado? Justamente el problema se da en que sin conciencia de que las cosas nos pertenecen en tanto que ciudadanos; o mucho mejor, en cuanto humanidad no es posible desarrollar políticas del bien común. El problema es de raíz. Es un problema de identidad. Si en mi conciencia no existe la realidad de que otro ser humano que vive en el Congo, por poner un ejemplo, me es común en cuanto humano, no desarrollo la conciencia de que mi contaminación aquí le afecta también allí – y que, por tanto, debo evitarla-, por poner un ejemplo sobre el bien común de la calidad del aire y la contaminación mundial.
Sin conciencia de comunidad –de que formamos parte de un algo mayor que nuestra propio núcleo identitario constituido fundamentalmente por la familia- es muy difícil establecer políticas del bien común. Éstas no dejarán de ser más que meras acciones altruistas; una especie de cesión de una parte de bienes particulares para un mejor desarrollo de ciertos bienes colectivos.
Los estados con fuerte conciencia de país desarrollan mucho mejor políticas del bien común en sus territorios; sociedades con elevadas cuotas de capital social son capaces de anteponer intereses colectivos a intereses particulares. La conciencia de lo colectivo no sólo se da en el respeto a lo que “es de todos” (no tirando basuras en la cuneta de una carretera, por ejemplo) sino también en la conciencia del impacto de las actividades individuales en el conjunto; por ejemplo en el mantenimiento de los bosques privados, el respeto al patrimonio en propiedad y un largo etcétera.
El primer trabajo para el desarrollo de políticas del bien común, pasa, justamente, por el despertar la conciencia de la comunidad: la comunidad local, regional, nacional o universal, en la que yo, como ciudadano de dicha ciudad, comunidad, país, mundo, formo parte de algo mayor que me supera: que me pertenece y al que pertenezco. Porque en la conciencia del bien común se da la otra circunstancia de enorme transcendencia: no es que algo me pertenece y por tanto puedo hacer con ello lo que me da la gana; sino que ese algo pertenece a muchas otras personas con las que comparto esa propiedad y por tanto debo respetarlo porque con dicho respeto no sólo me beneficio yo, sino todos aquellos a quienes pertenece.
Entonces, ya no se trata de proteger el medio ambiente por una mera vocación de respeto, sino por cuanto es un derecho del resto de personas a quienes le pertenece. Y en cuanto derecho estoy en la obligación de respetarlo. No depende de mi voluntad. No es una acción desinteresada: es una obligación moral. El despertar de la conciencia colectiva me obliga. Si adquiero la conciencia de comunidad –que el resto de personas me son comunes (en cuanto personas por ejemplo en un caso universal o en cuanto ciudadanos de mi misma ciudad o territorio en caso más local)- no puedo dejar ya de tener en consideración el bienestar del resto que forma parte de mi ámbito de preocupación; se ensancha mi corazón de responsabilidades.
Observo mi ciudad y me encuentro un conjunto amplísimo de individualidades que se mueven preocupadas todas por sus necesidades; por sus pertenencias; como si la fealdad del entorno no fuera de su responsabilidad, como si el ansia por una mejor ciudad les fuera algo ajeno. Estas islas que somos, y que de vez en cuando se unen para algo y luego se separan, impiden tomar conciencia de que este lugar por donde nos movemos, que este espacio por el que deambulamos, que esta sanidad que nos cura, forma parte de nuestro ser en comunidad.
Necesitamos re-descubrir nuestro ser en relación. Sin esa conciencia es imposible una verdadera política del bien común. Lo demás son proclamas tan efímeras como la voluntad de quienes las manifiestan.
(*) Por Guillermo Gómez-Ferrer. Ensayista, profesor, periodista y comisario de exposiciones. Durante un tiempo, también, empresario. Acaba de publicar “España Inventariada”. También es autor del libro, “El despertar de la generación dormida”, además de diversas monografías sobre arte y otras materias. Actualmente trabaja en el desarrollo de un modelo ético aplicado al marketing. Puedes contactar en guillermo@espensamiento.com
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