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Las plantas y la transformación cultural
Las plantas y la transformación cultural
La quinua, de uso milenario en la región andina, llegó a los centros urbanos porque fue “descubierta” por la NASA. Casos como éste constituyen el objeto de estudio de esta doctora en ciencias naturales: desde los saberes comunitarios sobre las plantas hasta la voracidad de las multinacionales farmacéuticas que patentan esos conocimientos ancestrales. Los cultivos libres de agrotóxicos, la agricultura familiar, el valor de las huertas frente a los grandes cultivos industriales.
La doctora en ciencias naturales Lelia Pochettino se dedica desde hace más de treinta y cinco años a la etnobotánica, que implica, entre otras cuestiones, el estudio de las plantas y los saberes comunitarios asociados a ellas. Investigadora principal del Conicet y responsable del Laboratorio de Etnobotánica y Botánica Aplicada de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), el espectro de intereses de Pochettino es amplio y de gran interés social. En esta entrevista de Página/12 repasa tópicos como la biodiversidad, el valor de las huertas frente a los grandes cultivos industriales, los saberes comunitarios sobre las plantas y la voracidad de las multinacionales farmacéuticas por patentar lo que es de todos y de nadie, y la ética de quienes hacen ciencia a la hora de posicionarse respecto a su objeto de estudio y a su propio lugar en la construcción del conocimiento.
–Usted investiga desde hace más de tres décadas la relación entre los seres humanos y las plantas. ¿Qué aprendió en estos años, cuáles fueron las nociones que se modificaron?
–Una de las cuestiones que cambió fue la idea de lo tradicional. Cuando empecé a trabajar, lo tradicional era lo nativo, nos interesaban las plantas americanas y la forma en que eran utilizadas por las comunidades, si eran plantas exóticas no nos interesaban. También pensábamos que lo tradicional era no sólo lo consuetudinario sino también lo ancestral, lo que venía desde hace mucho tiempo. Y luego fuimos viendo que las comunidades dan respuestas a sus problemas a veces con plantas, y otras veces, si tienen, usan aspirinas en lugar de corteza de sauce porque es más rápido. Entonces, comencé a ver la dinámica en ese conocimiento, el carácter oportunista de la solución a determinados problemas y la apropiación de los saberes por parte de las comunidades. Hay plantas exóticas que definen a determinadas comunidades, son plantas europeas o asiáticas con las que, sin embargo, las comunidades se sienten identificadas. Como por ejemplo las habas en Bolivia. El plato paceño es choclo, papa, queso, carne y habas; y las habas son del Mediterráneo, y sin embargo se andinizaron, es decir que crecían bien a los tres mil metros o más arriba, y entonces, reemplazaron a otras plantas, como por ejemplo los porotos, que había que conseguirlos de los valles más abajo. Entonces las habas daban una solución para los que vivían en altura, y se convirtió en un producto típico de esa zona andina.
–En los últimos años se observa un incremento en la formación de huertas en las zonas periféricas a las ciudades, como por ejemplo en el Gran La Plata o en las afueras de Posadas, en suelos que no están destinados a un uso intensivo ni a la producción industrial. ¿De qué manera este fenómeno se relaciona con las migraciones poblacionales y con la preservación de la biodiversidad?
–El tema de los huertos es muy convocante en este momento porque allí se juntan los saberes tradicionales con lo que es biodiversidad. El espacio de huerta o jardín que está pegado a la casa es uno de los espacios de máxima diversidad y además constituye el lugar de la experimentación. Ahí la gente empieza a elegir una plantita, y luego se le aparece otra rara, por ejemplo la misma pero con flor de otro color, y entonces la guarda. El caso de las huertas periurbanas en particular, lo que refleja es esta voluntad de reproducir el espacio de origen, de donde vienen las personas, en esa zona donde viven actualmente. Y en el mínimo espacio que se tiene reproducen las plantas de sus lugares de origen, que no las conseguirían de otra forma. No son huertas urbanas sino como una transición entre lo que es la ciudad y el campo, son terrenos más amplios, muchas veces destinados a la producción comercial, pero en los que la gente se reserva un pequeño espacio para experimentación, para poner lo que le gusta. En esas huertas se sigue potenciando la diversidad, porque se tiene lo que cada uno traía, más lo que no se consiguió y se reemplaza por otras cosas, más lo propio de la zona. Nosotros hicimos una investigación para ver por qué la gente guarda las semillas para volver a sembrarlas. Y por ejemplo, hay un criterio innovador, es decir “porque es rara, porque es distinta”, que es importantísimo. Pero también hay otros criterios que tienen que ver con cuestiones simbólicas o afectivas, cuando se guarda porque se lo regaló alguien a quien se quiere mucho, como recuerdo de esa persona.
–¿Qué sucede cuando las plantas medicinales usadas tradicionalmente por comunidades nativas en algún momento comienzan a comercializarse en las dietéticas de los centros urbanos? ¿Cómo se da este pasaje, los saberes originarios se transmiten?
–El tema es que muchas veces somos nosotros mismos los que los terminamos difundiendo. El trabajo científico de visibilización de esos saberes locales luego se difunde por otros ámbitos y la gente se termina enterando, o también por transmisión oral de pueblo en pueblo. Pero ahora, normalmente, una planta que se encuentra en una dietética y está de moda la instala el mercado. Con la quinua lo que veíamos es que se instaló porque la NASA la “descubre”, la convierte en un producto de importancia para hacerle alimentos a los astronautas porque contiene muchas proteínas. Entonces sale al mercado vendido como un alimento muy importante, y la gente lo empieza a utilizar, pero tiene mucho más de cinco mil años de uso en la región andina. Con la quinua en particular y con los amarantos hubo problemas porque fueron alimentos negados desde la Conquista. Los españoles habían prohibido los amarantos como alimento de calidad porque en México se usaban en ceremonias, como una ofrenda a un Dios. En los sacrificios se moldeaban figuras con harina de amaranto y se tomaban con la sangre del sacrificado, pero era una ofrenda. Y eso se tomó como una idolatría y entonces prohibieron todas las semillas. Cuando yo empecé a viajar al Norte, a comienzos de los años 80, era muy raro conseguir quinua, no había en los mercados. Y hoy en día hay quinua en todas partes, se puso de moda. Pero no es que la NASA la descubrió, sino que se avivaron de que era muy útil y se convirtió en un boom alimentario.
–El hecho de que una institución científica estadounidense tenga que valorizar la quinua para que la empecemos a consumir, ¿no es un indicativo de la desvalorización de lo nativo que hay aquí?
–Sí, por supuesto. No era algo que se viera como valioso. Pero hay otra cosa que está jugando en el tema de la quinua y que es el cambio en los hábitos alimentarios, porque como son alimentos que son concentrados nutricionales, cuando se cambia el hábito, por ejemplo si se deja de comer carne y se empiezan a comer granos, la quinua o el amaranto son alimentos espectaculares para eso. Entonces, no es sólo que se revaloriza sino que hay un mercado ávido de personas que quiere consumir este tipo de productos. O sea que la época dio justo para que eso se instalara. Pero ¿por qué se mantiene? Aparecieron un montón de cosas que después a lo largo del tiempo no se mantienen. Pero con la quinua hay un montón de recetas que son típicas de esta zona, todo lo que se hace con arroz o con trigo se puede hacer con quinua. Entonces la gente prueba y se va manteniendo.
–Hace varias décadas el biólogo Eduardo Rapoport inició en la Patagonia el estudio y la difusión de las malezas comestibles, a las cuales rebautizó como “buenezas”. Usted también trabajó con estos yuyos que crecen de manera silvestre, abundante y que poseen importantes cualidades nutricionales. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Sí, nosotros lo copiamos a él y a Ana Ladio, que trabajaba con él, somos amigos. Lo hicimos hace como una década cuando a mí me convocaron de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria (de la Universidad de La Plata), era para la conversión a la producción sin agrotóxicos, la idea era que ya que la gente que se convertía hacía extracción manual de las malezas, le pudiera dar un valor agregado, como por ejemplo para la preparación de comidas. Yo creo que con respecto a las malezas comestibles más que desconocimiento hay desvalorización, porque tenemos un modelo agricultor productor tan fuerte, que lo que se junta está mal visto porque no forma parte de una economía productiva. Yo trabajé con descendientes de inmigrantes italianos y ellos sabían un montón de las malezas que se podían comer, pero ninguno las había probado, porque en sus casas no se acostumbraba, porque tenían la verdura de la quinta que era la que usaban para alimentación. Entonces las malezas las tiraban, pero sabían que se podía comer.
–¿Me puede explicar cómo es el fenómeno de la etnobiopiratería, la apropiación de conocimiento nativo por parte de las multinacionales farmacéuticas, que se ha incrementado fuertemente en las ultimas décadas?
–En realidad se dio siempre, lo que pasa es que en los últimos años empezamos a protestar. El término biopiratería lo acuña la RAFI (Rural Advancement Foundation International, actualmente Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) a fines de los años 80 para designar la apropiación de saberes sobre la naturaleza en general sin el consentimiento de las comunidades involucradas. Fundamentalmente los inicios de esto, de pensar que alguien se está apropiando, tiene que ver con la aparición de los convenios de cooperación. El esquema general es: el Norte rico en tecnología, el Sur rico en recursos y pobre en tecnología, en una tecnología que apunta al desarrollo y a la producción de productos. Entonces, supuestamente estos países ricos en tecnología lo que hacen es hacer convenios con países pobres en tecnologías y ricos en recursos para hacer prospección, ver qué hay y qué se puede desarrollar, y compartir el beneficio del desarrollo. El tema es que si se están buscando plantas medicinales y en lugar de hacer prospección en toda la flora de un país se le va a preguntar a la gente que está hace miles de años en la zona qué está usando como medicina, se acorta el tiempo de experimentación. Entonces, no sólo es biopiratería, sino que es etnobiopiratería, porque se está aprovechando el potencial de la flora y también los saberes de la gente sobre esa flora.
–Pero pareciera que los países del Norte no compartieron mucho sus beneficios con las comunidades nativas del Sur, que los proveyeron de sus conocimientos.
–Claro. Se fueron desarrollando distintos proyectos que, a lo largo del tiempo, demostraron no ser demasiado eficientes en el retorno, en el compartir esos beneficios. Entonces, terminó habiendo siempre protestas de las comunidades involucradas porque sentían que las habían robado, se habían apropiado de sus saberes para el desarrollo de medicamentos, y ellos no tenían participación en los beneficios. Y el tema en estos últimos cuarenta años se fue instalando y se ha convertido en crucial para nosotros, tanto que yo como miembro de un organismo de ciencia y técnica tengo el deber de dar a conocer los resultados de mis investigaciones, es decir, tengo que publicar. Pero, por otro lado, está la cuestión sobre qué uso se hace de esas publicaciones.
–Hay una disyuntiva ética, porque sus publicaciones muchas veces son utilizadas por las multinacionales farmacéuticas para apropiarse del conocimiento de las comunidades, vía patentamiento, por ejemplo.
–Exactamente. Pero nosotros lo que creemos es que si cuando publicamos estos trabajos decimos de qué comunidad es, lo que hacemos es darle voz a esa comunidad, y tiene que servir para que otros no patenten esos saberes, más que para que otros se enteren de lo que estas comunidades están usando.
–Pero ¿las publicaciones científicas pueden servir para proteger a las comunidades nativas y sus saberes sobre las plantas?
–En Perú sirvió en el caso de la maca, que es un energizante que se viene usando desde hace miles de años en una zona muy reducida de Perú. Y la maca es “descubierta” por el mundo Occidental en los años 60, porque hay un trabajo de un agrónomo que dice que es una planta olvidada. Pero se instala como energizante a nivel comercial en los años 80. Entonces, una compañía norteamericana la patenta y, entre los fundamentos que plantea, está la tesis de un químico canadiense, que estudia todos los compuestos de la maca y cómo la utiliza la comunidad. Entonces Perú, a través del Indecopi (Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual) protesta esa patente diciendo que el uso era ancestral, y utiliza la misma publicación que la empresa usaba para demostrar que tenía principios activos que podían servir. Pero tampoco es que cada vez que hay un problema de patentes sale a relucir un trabajo etnobotánico. Eso es lo que nosotros querríamos, servir para estos casos de litigio, para demostrar que la propiedad del conocimiento no es individual.
–Algo parecido sucedió con la planta con la que se produce la ayahuasca, ¿verdad?
–Estados Unidos es en el único país en el que se puede patentar organismos vivos que existen en la naturaleza, que es el caso de la Banisteriopsis caapi, con la que se hace ayahuasca. Entonces, las comunidades de la Amazonia peruana y ecuatoriana, unidas en un colectivo de organizaciones logró demostrar que la ayahuasca involucra saberes tradicionales y que esa patente había que revocarla y se revocó, si no, cualquier cosa que se produjera con la ayahuasca, hasta los propios tratamientos de sanación que hacían las comunidades tendrían que haberle pagado a la corporación farmacéutica que la patentó. El problema es el patentamiento, que tiene que ver con apropiación de los saberes, pero son las lógicas imperantes, donde la propiedad privada es más importante que el saber colectivo.
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