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Un loco de mierda
Un loco de mierda
Vengo del bar.
De otro bar que del de siempre.
Y en esa otredad me di cuenta de algo.
Si cambiás de bar, la gente es la misma.
Pero si seguís en un mismo bar por suficiente tiempo, ves cambiar a la gente.
Me pasó ver gente jurando por la dignidad más íntima de sus madres que jamás harían tal cosa o tal otra y al año, pum, lo hicieron. Presenciar a personas cagándose en su sombra. Atestiguar a amigos desdecir a sus himnos privados.
Sin ir más lejos, hay un tipo cuyo nombre no me acuerdo. Pero la cuestión es que a ese tipo lo conocí en el bar de siempre.
Cuando lo vi por primera vez tenía unos cuarenta largos.
Casi cincuenta.
Pelado.
Siempre de traje.
De traje y moño.
Con una carpeta llena de papeles bajo el brazo.
El tipo deambulaba entre las mesas.
Y se te quedaba parado al lado.
Mirando.
Escuchando.
Y tirándose maníes a la cara.
No te miento.
El tipo estaba siempre de traje y moño y con una carpeta llena de papeles bajo el brazo y en una mano tenía un montonazo de maníes y con la otra los agarraba y se los tiraba a la cara.
Algunos los llegaba a agarrar con la boca y los comía.
Otros rebotaban y caían a la mierda.
No le importaba.
El tipo seguía mirando y escuchando.
Y al rato te entraba a hablar.
Tenía una habilidad sorprendente para construir un puente inmediato entre la pelotudez que estabas diciendo y músicos clásicos, filósofos renombrados, autores laureados.
Vos por ahí hablabas de las terribles tetas de la mesera y el tipo sin ni un cachito de Barry White de fondo, ni una velita romántica o siquiera un mimo, te ensartaba una cátedra de Nietzsche por el orto.
Obvio, muchos asentían y se apuraban por darle la espalda.
Porque el tipo estaba loco.
Lo podías ver en sus ojos.
O en su cara en la cual rebotaban maníes.
Pero yo no.
Porque me recontra cagaba de curiosidad.
¿Quién carajo era ese pelado de saco y moño con una carpeta llena de papeles bajo el brazo, comiendo maníes tan desprolijamente, deambulando entre las mesas de un bar del Abasto un miércoles a las tres de la mañana?
¿Quién carajo era ese tipo que me escuchaba hablar de pelotudeces de borracho y me retrucaba con una anécdota de Beethoven?
¿Cómo era su casa?
¿Vivía solo?
¿Se planchaba él la ropa?
¿Qué mierda había en los papeles de la carpeta que tenía siempre bajo el brazo?
¿Cómo había sido a sus treinta?
¿A sus veinte?
¿Cómo había sido de nene?
Y de repente lo perdí en la noche.
Nunca más lo vi.
Ni a él ni a su saco ni a su moño ni a su carpeta ni a los maníes que se arrojaba a la cara ni a esa mirada seria y perdida.
Las noches engendraron a más noches y de repente ahí estuvo el tipo.
En el mismo bar.
Vestido de Hare Krishna.
No te jodo.
El tipo estaba de remerita naranja y pantalones hippones bien holgados.
De fondo sonaban los Stones y el tipo bailaba con sus manos en alto.
Sin carpeta.
Sin moño.
Sin saco.
Sin maníes.
Sonriendo.
Y bailando.
Vivió unas noches así.
Noches o meses.
Y desapareció.
Me olvidé por completo de que estaba vivo.
Seguí con mi vida y de repente una noche cae en el bar de siempre.
De jean recontra alto bien clavado en el orto y camisita blanca. Medio look cincuentoso yanqui.
Y bailaba.
No, esta vez no bailaba.
Hacía un show.
Armaba él solo un pasillo de unos cinco metros en el bar y el tipo iba y venía moviendo el culo, tirando pasitos.
La música cambiaba de un opuesto al otro y a él le chupaba un huevo.
El tipo estaba compenetrado en su show.
Recuerdo claramente esa noche.
Recuerdo lo mismo que en esas primeras veces cuando todos le daban la espalda.
Sólo que ahora todos le daban una risa condescendiente.
Y con todos no digo una mesa nomás sino todo el puto bar.
Porque la verdad es que el tipo no te dejaba muchas más opciones que reírte de él y decir que estaba loco.
Y eso me daba por las pelotas.
Entonces me puse a bailar con él.
Hicimos los dos una competencia de baile, el uno contra el otro. El resto no importaba.
Los ojos.
No podés creer el brillo que estalló en sus ojos cuando me metí a jugar con el tipo.
Después desapareció de nuevo.
Y cayó un año después en shorts de jean y una camisa manga corta medio hecha musculosa.
Y desapareció.
Y apareció vestido de mujer.
Esa es su última encarnación.
Ahora anda por ahí, pelado, vestido de mina.
Minifalda y blusita, y los zapatos no me fijé pero te apuesto el huevo derecho que eran de mina.
Y hoy fui al bar, a otro bar que el de siempre, y vi que tienen enmarcada su foto.
Sola.
Contra una pared.
No hay otros retratos ni nada.
Su foto apenas.
Mientras me iba del bar y lo miraba, pensé cómo ese tipo es el emblema mismo de la vida.
Pará, pará. Cuchame.
Si cambiás de bar, la gente es la misma. Vas a encontrar al pelotudo, al creído, al tímido, a la mina que se parte de buena, a la talentosa, al desenamorado, a la cómica, al drogón. Te va a pasar en cada bar que te toque vivir. Primario, secundario, facultad, bar, trabajo, la mierda que sea.
Pero si seguís en un mismo bar por suficiente tiempo, ves cambiar a la gente. Porque eso es parte de la vida. Eso significa que te dejaste permear por experiencias, por otras personas. Que probaste cosas nuevas. Que te aventuraste a salir de tu comodidad.
Cuesta hacerlo, seguro.
Es más fácil dar la espalda.
Reírse condescendientemente.
Y seguir con lo conocido.
Con lo que no nos desafía.
Con lo que no nos hace crecer.
Y por más que ese pelado sea un loco de mierda o no, creo que se merece esa foto encuadrada ahí.
Para recordarnos que si no cambiamos es porque le tenemos miedo a algo.
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© Sebastián Defeo
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