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Lo que mis yo del futuro no quieren que haga
Lo que mis yo del futuro no quieren que haga
Mi novia me dice que hace mucho que no escribo algo.
Me ofrece encargarse de la cena si voy a dar una vuelta para inspirarme. Es una propuesta tan encantadora y poco frecuente en nuestra dinámica conyugal que decido aceptarla.
¿Quién te dice? Por ahí salir ayuda a apuñalar mi maldición.
A las dos cuadras empiezo a coquetear con la idea de escribir sobre un vecino brujo.
Pienso en cómo sería compartir un viaje de ascensor con un tipo así.
Amaso la conversación incómoda.
Dejo levar la historia.
Se me tiene que ocurrir un buen nombre para el brujo.
Algo medio antiguo y misterioso y oscuro.
Bunamar o algo así.
A las tres cuadras me cachetea una explosión.
No es una explosión como uno ve en las películas. Es una esfera violeta empapada de rayos y olor a tierra.
En esa esfera estoy yo.
Pero más gordo.
Más barbudo.
Más viejo.
Puteo.
Yo puteo.
El yo viejo me mira sonriendo, aliviado. “Escuchame, no tengo mucho tiempo,” dice. “Vengo del futuro. Necesito advertirte sobre algo.”
Calculo que tenemos dos minutos.
Debería alcanzar.
“Listo,” apuro. “No escribo sobre el vecino brujo pero por lo menos decime por qué.”
Se rasca el culo. “¿Cómo sabías lo que te iba—?”
“Últimamente,” interrumpo, “cada vez que manoteo una idea, que olfateo un cuentito, pum, aparece un yo más viejo rogándome que no escriba.”
“No lo hagas.”
“Decime por qué.”
“No tenemos mucho tiempo, por favor. Escuchame. No escribas—”
Finjo bostezar. “Minuto y medio nos queda antes de que el vortex te chupe de vuelta al futuro. Alcanza para que me expliques.”
Hay pánico acampando en sus ojos.
Respira profundo y se rinde. “Ahora vas a volver,” dice. “Ceci no cocinó. Van a pedir al lugar ese de los falafels que le gustaba a ella y mientras llega la comida vas a escribir sobre Barburá.”
“¿Qué?”
“Barburá. Así se llama el brujo.”
Asiento. “Barburá. Me gusta el nombre.”
“El nombre no es el problema. No sé bien cuál es el problema. Leí el texto mil veces ya. La cuestión es que todo pinta bien hasta que de repente te llega el primer comentario.”
“¿Qué comentario?”
Hay dolor despertando en sus ojos. “Una piba. Te dice que ya no sos tan gracioso como antes. No sabés bien qué contestarle. Después, un pibe escribe que no le gustó el cuentito. Así puso. Cuentito.”
Hay una lágrima merodeando en sus ojos.
Me rasco el culo. “¿En serio? ¿Eso es todo?”
“Noches vas a pasar leyendo esos comentarios, una y otra y otra vez. Leyendo la historia del brujo. Pensando. Pensando en qué te equivocaste. Pensando hasta el amanecer. Ceci te va a pedir que vuelvas a la cama con ella. Te lo va a pedir por unas noches. Después te va a pedir que vuelvas a tu psicóloga. Después te va a pedir que te mudes. A partir de ahí, cada almanaque sólo trae más mugre, más soledad. No lo escribas, por favor.”
Resoplo.
Hay una duda bostezando en sus ojos. “¿Sabés qué pasó con los otros textos? Digo, ¿por qué vinieron los otros yo?”
Asiento. “Es que—”
Una explosión violeta violeta empapada de rayos y olor a tierra me cachetea.
Estoy solo en la vereda.
Me cruzo hasta el kiosco de enfrente. Compro puchos. Camino. Abro el atado. Me doy cuenta. Vuelvo al kiosco. Compro encendedor. Prendo un pucho mientras arrastro mi sombra por las veredas del barrio hasta el departamento.
Abro la puerta. Ceci me mira con cara de que se acaba de dar cuenta que no cocinó. “Estaba pensando… ¿querés pedir unos falafels?” me dice.
La saludo con un beso.
Me putea por romper una vez más mi promesa del último pucho.
Pedimos falafel y humus y mientras esperamos a que llegue la comida me pongo a escribir.
Sobre Barburá.
Sobre el brujo.
Porque me tienen las pelotas llenas mis yo del futuro escoltando a cada idea nueva que se me ocurre, advirtiendo desaprobaciones.
Siempre va a haber alguien parado en la vereda de enfrente, mirándonos con los ojos embarrados de críticas.
Que se curtan. No podés gustarle a todo el mundo. No sos un brujo.
¿Sabés quién sí es un brujo?
Mi vecino, Barburá.
¿Te conté sobre Barburá?
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© Sebastián Defeo
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