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El templo y la jungla
El templo y la jungla
Hay un templo perdido en la jungla.
En ese templo habita un sabio.
Ese sabio guarda el más codiciado secreto: cómo conquistar a cualquier mujer.
Parecía fácil.
Un boleto hasta el pueblo más cercano, un GPS y listo.
Eran tres días de caminata.
Cuatro si había algún imprevisto.
Cuatro días.
Qué ingenuo.
Ya no sé qué día es.
No sé hace cuánto que estoy acá.
No sé dónde es acá.
Sólo sé que la jungla ya no me rodea.
Me mira.
Me mira y espera.
Se divierte.
La jungla se divierte con cada tropiezo, con cada herida que me quita unas gotas de sangre que le ensanchan la panza.
La escucho aullar con mil voces.
Aúlla y bebe.
Bebe mi sangre.
Gota por gota.
No sé cómo pero la jungla siempre se las ingenia para arrastrarme hacia afuera.
Cada vez que intento entrar en su corazón de locura y humedad, vuelvo a salir.
Y estoy cansado de intentar.
No hay agua.
No hay comida.
La comida no me preocupa.
No hay agua.
Escucho un río, siempre lejos, siempre lejos.
Y pareciera que no va a llover.
A veces siento a las raíces de la jungla aventurarse en mi mente.
Se retuercen y buscan en lo más profundo.
Me devoran los recuerdos más queridos.
Los sueños más antiguos.
Me despojan, de a poco, de todo lo que soy.
Queda en mí un solo pensamiento.
Lo defiendo con uñas y dientes mientras las raíces se amontonan a su alrededor, sedientas, siempre sedientas.
Un solo pensamiento queda en mí.
Que hay un templo perdido en la jungla.
Y en ese templo habita un sabio.
Y ese sabio guarda el más codiciado secreto: cómo conquistar a cualquier mujer.
La otra vez encontré oro.
Un tótem de oro.
Oro macizo.
Oro.
Pero me demoraba.
Me cansaba arrastrarlo.
Y me quedé, sentado, mirándolo.
Estuve días, creo.
Mirándolo.
Mirándolo.
Ya no sentía a los mosquitos picándome.
Ni a mis labios secos resquebrajarse.
Sólo estaba el brillo del oro.
Y la posibilidad de llevarlo conmigo, afuera, a la civilización, y salvarme.
Y vivir.
Pero no.
Lo dejé.
Se lo dejé a la jungla.
Y seguí.
Y sigo.
Buscando al templo.
Cada sentido me sangra.
Cada rincón de mi ser está entumecido.
La oscuridad me envuelve.
Quiero acostarme.
Quiero descansar.
Pero no.
Porque lo sé.
Lo sé perfectamente.
Caminar ahuyenta a la muerte.
Quiero acostarme.
Quiero descansar.
Pero no.
Arrastro los pies por la tierra.
Por el puente colgante.
Por las raíces.
Por la tierra.
Por el puente colgante.
Por las raíces.
Por la tierra.
Por las piedras.
Por la arena.
La arena.
Esto es… nuevo.
Levanto la mirada.
Ahí está.
El templo.
El templo.
Está ahí.
Todas las palabras huyen despavoridas de mi mente frente a semejante imagen.
El templo.
Arrastro mis pies hasta el templo.
Arrastro mis pies hasta el templo.
Arrastro mis pies hasta el templo.
Arrastro mis pies hasta el templo.
Arrastro mis pies hasta el templo.
El sabio.
El sabio está acá.
El secreto está acá.
El sabio me mira.
Sonríe.
Agua.
No sé cómo decir agua.
Mi garganta es polvo y desesperación.
El sabio se va.
Trae un jarro con agua.
Tomo.
Toso.
Tomo.
Toso.
Tomo.
Agradezco.
El sabio sonríe.
Y el tiempo se embarra a su alrededor.
Recién entonces entiendo que estoy en un lugar sagrado.
Que cada respiración es eterna.
Estoy acá.
Lo miro.
Y le pregunto por el secreto.
El sabio sonríe.
Elije sus palabras.
No va a escupirme el secreto de una, no.
Lo puedo anticipar.
Siempre hay más jungla.
Siempre hay más jungla.
Y entonces estalla en mí la idea, arrojando luz en cada rincón de mi ser, inmovilizándome entero.
Salvo por mi sonrisa.
Sonrío.
Sonrío porque finalmente lo entendí.
“No,” digo. “No.”
El sabio me mira.
“Ya sé cómo,” susurro. “Con esto. Con esto mismo. Voy a hablar del templo perdido en la jungla, del sabio que vive adentro y del secreto que custodia. Voy a hablar de mi viaje, de los demonios que enfrenté y de las fortunas que dejé en el camino. Y voy a hablar de que justo cuando el sabio iba a decirme el secreto de cómo conquistar a cualquier mujer le dije que no, que gracias, que no me hacía falta. Que me di cuenta que no quería conquistar a cualquier mujer. Que me di cuenta que sólo quería conquistar a una. Y ahí la voy a mirar a los ojos y a esperar que sonría.”
Y me fui.
Me fui derechito a casa.
La luz del templo no me importó.
Tampoco lo hizo la oscuridad de la jungla.
El templo es siempre uno.
La jungla es siempre uno.
Más vale que la hija de puta sonría.
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© Sebastián Defeo
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