Pueblo Mapuche
“Siempre hemos tenido un enemigo interno de turno” Entrevista a Diana Lenton
“Siempre hemos tenido un enemigo interno de turno” Entrevista a Diana Lenton
La joven antropóloga social investigó los campos de concentración y las torturas en la Campaña del Desierto del siglo XIX, y los vincula con el terrorismo de Estado de los 70. Analiza el rechazo a lo diferente y los riesgos de una sociedad basada en el terror. La académica habla de los “desaparecidos” de Roca.
Por Ximena Pascutti
—¿Qué lugar ha tenido la tortura en la constitución del Estado argentino?
—La tortura es un elemento más de la imposición de un régimen de destrucción de la cultura. Se ve claramente que la historia de la política indígena argentina, si la tomamos como un proceso de larga duración, es ante todo un plan genocida, más allá de momentos de buena voluntad. Hay documentación y denuncias de época que hablan de torturas en tiempos de la Campaña del Desierto de 1879 o un poco antes. Durante el roquismo había protestas permanentes contra los abusos realizados por parte de los soldados en campaña. Como se lee en el Martín Fierro, una forma de la tortura era el uso de los cepos. Aun hoy, en la memoria histórica de las comunidades originarias se cuenta cómo a los prisioneros los desgarronaban para que murieran desangrados, y hasta se dice que los castraban. Las mujeres eran violadas sistemáticamente. Los genitales fueron usados en toda época como botín de guerra.
—¿Es aplicable la noción de genocidio en la Campaña del Desierto?
—Hay investigadores que separan el etnocidio del genocidio. Es decir, diferencian el ataque con intención de destruir las culturas, de la destrucción física de la gente. Para mí van juntos: el daño y la desestructuración que provoca en un pueblo un ataque en su población repercute en las posibilidades de transmitir su cultura. En nuestro caso, hasta Dar-win se escandalizó. En “Viajes de un naturalista por el Plata”, cuenta que los soldados de Rosas mataban sistemáticamente a las mujeres pampas o ranqueles menores de 20 años porque “tenían muchos hijos”. Para Darwin la extinción de los pampas no era consecuencia de la selección natural, sino de la acción del gobierno. También hay documentos que hablan de gente que en 1879 era llevada a campos de concentración. Junto con la acción militar de vaciamiento de la tierra, hubo otras acciones que tendían a la eliminación global de la gente.
—¿Como los posteriores centros clandestinos de detención?
—Este tema lo investigó el antropólogo argentino Walter del Río. El cree que existió un plan militar concreto de encerrar a muchos sobrevivientes en la zona de Valcheta. Parece que fueron lugares de concentración con alambres de púas de tres metros, con gente muriendo de hambre. Eso se lee en las memorias de colonos galeses como Evans. Fueron miles de personas, pero no tenemos el número exacto. Tras ser atacadas algunas poblaciones, se las obligaba a ir a pie a Junín de los Andes o Bahía Blanca, y muchos morían en esas larguísimas marchas. A los que iban quedando por el camino, los mataban. A muchos los encarcelaban en la isla Martín García. Se dice que por allí pasaron entre 10 y 20 mil personas. Hubo que habilitar dos cementerios especiales en 1879. Otros eran alojados en los cuarteles de Retiro o Miserere en la Capital Federal; esto provocó la reacción de la prensa y de la gente “consciente” que se escandalizaba por esta muestra de barbarie dentro de la capital civilizada.
—¿Cuál era el objetivo de concentrarlos o trasladarlos?
—Creo que no hubo una política integral, al menos a fines del XIX. Fue una cosa espasmódica, según quien decidiera. Cuando el general Villegas capturó al cacique Pincén, que era todo un objetivo, Roca insistió en que lo enviara a Buenos Aires para dar un escarmiento a los que quisieran resistir en la Patagonia. Villegas, en cambio, quería tenerlo a mano para que los indígenas no le armaran una rebelión. Desde Buenos Aires se veía más útil el vaciamiento, desarticular las lealtades. Es llamativo cómo se repite en los telegramas de Roca eso de que hay que escarmentar, llevarse a la gente y que sus familiares no sepan adónde.
—¿Un antecedente de las desapariciones sistemáticas de fines del siglo XX?
—Y sí, es difícil no asociar con los desaparecidos. ¿Por qué no hubo en ambas épocas ejecuciones públicas aleccionadoras? ¿Tal vez porque el Estado no tenía legitimidad suficiente para hacer al menos un juicio militar? En 1882, Estanislao Zeballos pedía juicios sumarios a los araucanos, bandoleros según él, para que se los fusilara. Pero el Ejército los desaparecía. Zeballos, a pesar de lo terrible de su propuesta, pedía cierta legitimidad, que se supiera que a la gente se la fusilaba. Quedó en actas: Roca prefería la desaparición.
—¿Qué efecto tenía esto sobre la población?
—El efecto buscado es el mismo que décadas más tarde. Alimentar una sociedad basada en el terror. Por eso, el genocidio no debe considerarse un problema de los pueblos originarios ni de los militantes de los 70, sino de una sociedad constituida como parte de un Estado terrorista. Ese proceso lo inició esa generación del 80, al disminuir las legitimidades y no escuchar a los sectores que se oponían a los excesos. Fue una elección política. El Ejército podía hacer lo que quisiera con los opositores, en este caso los pueblos originarios, como después ocurrió con los militantes: violar a las mujeres, llevarse a sus hijos. Cuando Roca propuso repetir la experiencia de la campaña en el Chaco en 1884, Aristóbulo del Valle, representando a la oposición legislativa, se negó. Y no eran pocos los que fuera del Congreso Nacional tampoco quisieron. Ya decían que en la campaña a la Patagonia se habían violado todas las “leyes de la civilización. Hay una autocrítica muy importante de Aristóbulo del Valle que dijo: “Hemos reinsertado la esclavitud, la trata de blancas. Hemos convertido a las mujeres, los ancianos y los niños en botín de guerra… todo lo que no queríamos para nuestra sociedad”.
—Salvando las diferencias, ¿no sucede algo parecido ahora? Aunque la Argentina adhiere a convenios internacionales, en comisarías y penales se siguen usando la picana y otros métodos de tortura, según el último informe anual de la Procuración Penitenciaria de la Nación.
—Lo importante es la conciencia. Ciertos movimientos de derecha buscan reinstalar estas cosas cuando no hay conciencia del otro lado. Como investigadores tenemos que preguntarnos eso: ¿por qué, si en todas las épocas había gente crítica, sucedieron estas cosas? En épocas críticas, en la clase política muchos hacen la vista gorda, sobre todo cuando empiezan a repartirse los premios. Mitre tenía editoriales en el diario La Nación donde acusaba al gobierno de Roca de estar cometiendo crímenes “de lesa humanidad” contra los ranqueles. Así, textual, en 1878. Luego del reparto de tierras pasaron a ser aliados políticos y nunca más una crítica.
—¿Habrá ocurrido, como muchos dijeron luego de los 70, que no se sabía lo que estaba pasando?
—No. La sociedad de fines del siglo XIX estaba denunciando crímenes de lesa humanidad. En la Cámara de Diputados hubo debates sobre el proceder de la Sociedad de Beneficencia, que se apropiaba de los chicos y se los regalaba a otras familias, como sucedió también en la última dictadura. En la Argentina todo se repite. Lo que pasó en los 70 no es nuevo, tal vez haya tenido otra extensión y otro impacto sobre las clases medias e intelectuales. Lo peligroso, en toda época, es que esas clases dominantes instalen sus intereses particulares como generales. Presentar la Campaña del Desierto como una epopeya, como algo que estuvo bien porque si no “la Patagonia se la quedaban los chilenos” o porque “no había otra manera que asesinando”. No sabemos qué hubiera ocurrido sin la Campaña del Desierto. Pero sabemos que fue una guerra contra la sociedad civil, no contra un agresor externo.
—Otra coincidencia con la última dictadura.
—Desde hace ciento cincuenta años hemos tenido siempre un enemigo interno de turno: los indios, los federales o los unitarios, los caudillos y los vagos de la pampa, la barbarie, los cabecitas negras, los de pelo largo, los villeros, y un discurso de la seguridad que promete acabar con el problema acabando con el enemigo. El Estado se va configurando en esa guerra permanente hacia adentro. Una característica de los regímenes de terror es la definición previa de un grupo que será perseguido, como enemigo no ya del sistema político sino de la humanidad o la civilización. En ese trabajo de definición, que generalmente va contra la experiencia histórica y el mismo sentido común de los contemporáneos, creo que está la raíz del genocidio que viene después.
—¿Cómo operaron más tarde los mecanismos violentos aprendidos en esa época?
—En las comunidades aborígenes, la herencia es el silencio. Tal vez ocurre en el resto de la sociedad, no aborigen, que ha sufrido los efectos del terror. Muchas familias no quisieron transmitir a sus hijos sus historias sobre torturas, violaciones y desarraigo. Hay gente que sospecha que es descendiente de indígenas, pero no puede reconstruir el camino. A muchos chicos los regalaban, los bautizaban y les cambiaban el nombre. No saben a qué familia o linaje pertenecían sus abuelos o bisabuelos, ni a qué zona. Los repartían en Buenos Aires, pero podían ser de la Patagonia o del Chaco.
—¿Nos define como argentinos cierta indiferencia ante los avances estatales sobre la libertad del ciudadano, su voluntad o su cuerpo?
—Lo tenemos bastante naturalizado. Hay una predisposición a aceptar que el que manda puede hacer lo que quiera, y que eso es bueno para la conservación de intereses supuestamente comunes. Es falta de conciencia ciudadana en relación con los derechos, y creo que en esto están en deuda los partidos políticos. Una de sus tareas debería ser la educación para la convivencia y para las garantías. Ahora esperamos que el Estado nos de todo, o que se reforme a sí mismo. Nos falta debate público en serio, y también entre los académicos. La pregunta es cómo hacemos para que no se repita el horror.
—¿Cómo hacemos?
—Hay que cambiar el juego político. Veo un cambio en la gente joven, una voluntad importante, que es muy esperanzadora. Pienso que estas cuestiones políticas no se dan de manera aislada, sino que tienen raíces en otras formas de autoridad que están fuera de la política, en la organización familiar, escolar o empresarial. Si esa autoridad comienza a cambiar en otros rubros, tal vez pueda cambiar en la política.
—¿En un siglo?
—Tal vez un poco más.
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Currículum vitae
- Es doctora en Antropología Social, docente e investigadora del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires.
- Se especializó en Antropología histórica y política. Su tesis doctoral analiza las políticas indigenistas y el discurso político sobre indígenas en el Estado nacional en los últimos 125 años.
- Escribió “Neoindigenismo de necesidad y urgencia: la inclusión de los pueblos indígenas en la agenda del Estado neoasistencialista” en el libro Cartografías argentinas.
- Junto con el antropólogo e historiador Walter del Río coordina la Red de Estudios sobre Genocidio en la política indígena argentina, un grupo que reúne a antropólogos, historiadores, abogados y especialistas de otras disciplinas con sede en la Sección Etnología y Etnografía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
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