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Pueblo Mapuche

Regreso al origen

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Una película de la realizadora suiza Fausta Quattrini acerca al público argentino, con calidad estética y una mirada respetuosa e igualitaria, la cultura, la política y la situación actual de resurgimiento de uno de los pueblos originarios, el Mapuche. La Nación Mapuce presenta una sociedad donde las mujeres están recuperando el lugar equitativo que tuvieron antes de que sus tradiciones fueran rotas por la invasión colonizadora.

Por Moira Soto

La Nación Mapuce es un documental poético, político, justiciero del que cualquier cineasta argentino/a podría sentirse orgulloso/a, pero su directora, Fausta Quattrini, es de origen suizo, y su acercamiento a la Argentina ocurrió a través de su compañero de vida y de realizaciones, Daniele Incalcaterra, director de Tierra de Avellaneda (1992). “Venir acá para el estreno de este film fue la puerta de entrada para mí en el país. Yo estaba con una búsqueda personal sobre la Segunda Guerra, pero empecé a interesarme en otras cuestiones haciendo la película Organización horizontal, donde se ve el trabajo de HIJOS antes de 2001, el sentido que les daban a los escraches”, dice la directora de La Nación..., cuya idea le pertenece en sociedad con Incalcaterra, al igual que las imágenes, de notable hermosura. “En los últimos años, seguí trabajando en películas de fondo social que me llevaron más lejos en el tema de la identidad, todas fueron desarrolladas aquí.”

La Nación Mapuce (sin h, según el Grafemario Ragileo que adoptó autónomamente ese pueblo) se estrena el próximo 7 de agosto en el Malba, donde se proyectará todos los jueves y viernes a las 19. Esta producción participó en diversos festivales, ganado el primer premio al Mejor Documental en el 25º Festival de Turín. “La idea original que tuvimos con Daniele fue darnos el tiempo necesario para estar a la escucha, para poder entablar una relación de confianza mutua con las comunidades. Habíamos tenido un encuentro en Neuquén, en una fábrica cuya materia era la arcilla, que el dueño sacaba de las comunidades sin ningún tipo de compensación. Una vez que los obreros empezaron a poner en marcha esa fábrica, la relación con la comunidad cambió radicalmente, comenzó un intercambio que sigue todavía. En la sede de la Confederación Mapuce, que está en la capital de Neuquén, hablamos con algunos werkenes. Lo que pude escuchar me conmovió hondamente, sentí que la palabra de ellos tenía un peso específico, que viene de muy lejos y puede ir lejos también. Pero están muy limitados por falta de medios. Entonces nosotros, que estamos con esta tecnología en la mano, dijimos: ‘Acá hay que hacer algo’. Nos pusimos a la escucha durante cuatro años, filmamos muchos momentos de su vida colectiva, íntima, espiritual. Todo el tiempo fuimos devolviendo lo que hacíamos bajo la forma de premontaje, material que ellos mismos fueron usando para organizarse. Creo que son muchas las cosas que se dicen en la película que nos tocan a todos: estamos reventando el medioambiente a toda velocidad, nos olvidamos de que mucha de esta gente fue matada en su territorio antes de que nadie se tomara el trabajo de aprender su lengua, de conocer su organización, su cultura. Esa dimensión espiritual que ellos tienen me parece que hoy hace mucha falta.”

CON LA FRENTE BIEN ALTA

“La película es muy bella, sin duda”, dice Verónica Huilipan, vocera intercultural del pueblo mapuche, de paso por Buenos Aires para asistir a una proyección de La Nación Mapuce (film donde su presencia, así como la de otras mujeres de su pueblo, se hace sentir), con posterior debate en el que participaron también los doctores Raúl Zaffaroni (ministro de la Corte Suprema) y Juan Manuel Salgado (abogado de la Confederación Mapuche de Neuquén), y Eric Mayoraz (consejero de la embajada suiza en Buenos Aires). “Es una herramienta comunicacional importantísima. Puede servir de disparador de la necesidad de conocernos en distintos ámbitos, incluidos los académicos.”

¿Cómo llegás a convertirte en werken de tu pueblo?

–Hablarte de mí implica hablar de mi madre, de mi abuela, de mis hijos, de mis nietos... Sí, actualmente soy werken, vocera de la Condeferación Mapuche de Neuquén. En los últimos tiempos, este rol interno de transmisión de conocimiento comenzamos a asumirlo más como de carácter intercultural, político y diplomático, con el fin de interactuar entre nuestra sociedad y la sociedad argentina. Ese rol, entonces, se ha resignificado en la actualidad y tiene que ver con la necesidad de proyección que tenemos como pueblo, que abarca hoy varias provincias de este país: La Pampa, Buenos Aires, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Neuquén. Pertenezco a uno de los 24 pueblos originarios reconstruidos hasta la actualidad en este país. Soy del pueblo mapuche en la provincia de Neuquén, administramos esa realidad local. Soy autoridad política de la Confederación y pertenezco a una comunidad urbana atípica para lo que fue el mundo mapuche poco tiempo atrás. Porque hemos sido muy fragmentados, producto de las políticas de arrinconamiento contra nuestros territorios, y de las políticas de favorecimiento del desarrollo de las multinacionales. Así nos fueron despojando de nuestro territorio, arrinconándonos contra la cordillera. Al carecer de condiciones para poder desarrollarnos, nuestros padres trataron de mejorar la calidad de vida de sus hijos, para lo cual migraron a centros urbanos.

¿Eso fue lo que sucedió con tus familiares?

–Sí, mamá emigró de la comunidad donde nacimos con cuatro hijos, ella sola. Fue un gran desafío para esta mujer coraje, como yo la llamo, asumir semejante decisión. Ella vivía del trabajo en el campo, la cría de animales, ovejas, chivas, vacas... Con la venta de tejido consiguió su primera radio portátil, a través de la cual se enteró de que había otra vida, además de la mapuche en la comunidad. Ella escuchaba información de la ciudad de Neuquén, que se pedía gente para trabajar, que había entrega de planes de vivienda. Entendió que Neuquén era el lugar apropiado adonde ir con sus hijos. Yo tenía tres años cuando llegamos de prestado a la casa de una familia, pero no pasó más de una semana que ya teníamos nuestra propia ruka, la casa. Mamá fue a conversar con la organización de la villa Tiro Federal, que estaba en pleno proceso de formación. Le cedieron un espacio, allí instaló la ruka, al lado la huerta y enfrente el jardín.

¿Qué vegetales cultivaba ella en la huerta?

–Maíz, arveja, trigo, papa. De a puchitos, pero de todo: zanahorias, tomate, ají, morrones... Muchas aromáticas: romero, orégano, salvia, tomillo, cedrón... Y mucho lawén, que es la medicina mapuche en términos generales, pero cada planta en particular hay que ver la relación que tiene con la persona que va a curar. Es un concepto parecido al de la homeopatía. En nuestra medicina están muy ligados el físico y el espíritu. El lawén a veces es una planta, a veces un arbusto, un árbol, otras veces una piedra, una raíz... Mamá siempre nos enseñó que el lawén era la medicina para estar bien. Ella descubrió cuál era el lawén para cada uno de sus hijos, a la vez nosotros fuimos conociendo cuál era el lawén que nos hacía mejor.

¿El pueblo mapuche sigue empleando prácticas medicinales ancestrales?

–Por suerte, es algo que no se ha perdido, que se mantiene sobre todo en la vida rural: ha logrado sostenerse su conocimiento y su práctica, es algo que la juventud asume naturalmente en la actualidad. Fue necesaria mucha resistencia, porque contarte del pueblo mapuche de la provincia de Neuquén es tener que hablar de toda esa etapa de invasión militar que sufrimos en nuestros territorios con la mal llamada Conquista del Desierto, comandada por el genocida Roca. Sí, hubo un período muy largo de resistencia cultural interna, debido a que llegó el sable con la cruz. Y el que no moría por el sable, si no se bautizaba era pasado a degüello. Por suerte, nuestros abuelos decidieron bautizarse y mantener la resistencia interna. En el interior de la ruka, hablaban nuestra lengua, formaban a la familia desde la cosmovisión mapuche. Y de la ruka para afuera, representaban el cristiano que exigía la sociedad, cosa que ha pasado con la mayoría de los pueblos originarios, que tenían su propia cultura, su propia filosofía. Gracias a esa resistencia cultural de nuestros abuelos, nosotros en la década de los ’80 pudimos resurgir otra vez como sociedad, como cultura.

¿Cómo sigue la historia de tu madre, de tu infancia?

–Fue una gran novedad llegar a Neuquén, era una vida distinta. Somos cinco hermanos. Mamá decidió mandarnos al colegio, yo empecé el jardín a los 5. Lo que me acuerdo bien de esa época es que a mamá la veía siempre movilizada, tengo imágenes en mi memoria, yo prendida a sus polleras en marchas con antorchas. Eran muchas polleras las que iban ahí, por la defensa, por el recupero de la democracia: mi mamá dice que las movilizaciones que se hacían eran del Movimiento Evita, de mujeres, que se había organizado en el barrio. Las marchas también eran por una vivienda digna, por la urbanización del espacio.

¿Había otros mapuches en esa villa?

–Había de todo un poco: gente pobre que había llegado a ese lugar en busca de mejores condiciones de vida. Entonces, mamá, sin dejar de ser mapuche, empieza a participar en esa vida social organizativa que entendía necesaria, compartiendo algunas reivindicaciones. Mientras tanto, cada mañana se levantaba y hacía con sus hijos afuera el Pute Fentún, saludo al día, a la vida, sabiendo que hay un día más que vamos a compartir como parte del universo todo. En ese saludo nos comunicamos con las cuatro fuerzas fundamentales que nos dan la vida, nos proyectan, nos dan conocimiento: se nombra al Wajmapu Kuse, Wajmapu Fuca, Wajmapu Quica Zomo y Wajmapu Wece Wenxu, es decir, la vieja de la tierra, el viejo de la tierra, el joven y la joven. Después del saludo mi mamá se iba a trabajar y mi hermano mayor también.

¿Los demás iban a la escuela pública?

–Sí, en plena ciudad. Nosotras somos dos hermanas mujeres, yo siete años mayor. Cuando nos llevaba a la escuela, mamá nos ponía de punta en blanco: delantal de tablitas bien planchadas, dos trencitas con cintas celeste y blanco. Nos entregaba el maletín y nos decía: “Ustedes tienen que ir a la escuela para aprender muchas cosas que yo no sé, pero que las maestras saben. Sin embargo, nunca tienen que olvidarse de que ustedes son mapuches: eso se los voy a enseñar yo”.

Qué gran personaje tu mamá, la tenía clarísima...

–Sí, extraordinaria. La tuvo clara desde siempre: cuando decidió venir a la ciudad que no conocía, que apenas había oído nombrar por una radio, son actitudes que hablan de su audacia, de su valor, de su iniciativa.

¿Qué había sucedido con tu papá?

–Una situación de vida bastante particular: tuvimos un papá que lo fue porque nos engendró. Hacía sus hijos y desaparecía por mucho tiempo. Un padre ausente. Pero siempre supimos de él por mamá: ella nos enseñó a respetarlo y a valorarlo por el simple hecho de habernos dado la vida.

¿Qué trabajo consiguió tu mamá en la ciudad?

–Empleada doméstica. Yo siempre dije que era como una esclava doméstica porque trabajaba en cuatro o cinco casas para mantenernos, y hubo un período en que prácticamente no dormía, porque cuando llegaba a la noche hacía las cosas de la casa, nos bañaba, nos cosía vestiditos con la ropa usada que le regalaban, pantalones para los varones.

Entonces, ¿desde muy chica tuviste neta conciencia mapuche?

–Sí, mamá se encargó de eso. Aunque algunos vecinos se riesen cuando hacíamos el Pute Fentún mirando al sol, otros se hicieron amigos y no faltaron lo que nos decían indios de mierda. También estaban los que acusaban a mamá de bruja por hacer esa ceremonia. Mamá siempre repetía: “Nos fuimos de la comunidad por una necesidad material, acá seguiremos siendo mapuches”.

¿Cómo te trataban en el colegio tus compañeros y compañeras?

–Viví muy bien la etapa de la primaria hasta quinto grado. No sufrí discriminación quizá porque mamá era tan firme, tan segura, marcaba mucha presencia en la escuela. Yo tenía muy buen promedio, era la elegida para hablar en los actos. Fui abanderada pero sin llevar la bandera, era un sinsentido llevar la enseña que nos había intentado eliminar. Fue todo muy lindo hasta que terminé quinto grado. Pero por la situación económica en que estábamos, mamá no tuvo más remedio que mandarme pupila a un colegio de monjas, para poder seguir trabajando. Yo ya tenía 11 y ella pensaba que me tenía que proteger todo lo posible. Y me resguardó mandándome pupila sexto y séptimo grado. En ese colegio conocí el maltrato físico y psíquico, la discriminación más grande. Me trataban las monjas de india de mierda, de patasucia. En ese colegio conocí la bestialidad de no saber respetar la diferencia cultural.

¿Estabas completamente sola en semejante situación?

–No, por suerte: nos reunimos un grupo de chicas mapuches, ése era nuestro refugio. Hacíamos maldades para que nos castigaran y así poder estar juntas, no tener que ir a misa. Como a mí me tocó nacer en un período en que ser mapuche hacia lo público era una vergüenza, me tuvieron que bautizar, lo mismo que a mi mamá antes. Después hice vida mapuche, pero en ese colegio supe lo que era la religión impuesta: ir a misa, confesarme, recibir la hostia. Pero resistimos, pensá que éramos nenas de 10, 11, 12 años. La monja más dañina se llamaba Ernestina. En cambio, la monja Silvia, alemana, más joven, fue la única que nos supo contener, acariciar, nos enseñó a trasladar nuestros pesares a la escritura. Casi me expulsan en séptimo porque me resistí a la violencia y cuando me pegaron, devolví el golpe y arranqué el velo de la monja que me faltó el respeto,

¿Y qué había debajo del velo?

–Estaba pelada, con un flequillito adelante. Todo el mundo se rió mucho, ésa fue la gran bronca de ella, que me siguió maltratando. Llamaron a mamá, ofició de intermediaria su patrona alegando la necesidad de que yo siguiera allí. Esta señora tuvo que pagar doble cuota para que me dejaran quedar. Mi mamá lloró y me pidió disculpas por hacerme pasar por ese trance, me rogó que tratara de aguantar un poco más. En ese colegio aprendí a vulnerar todo lo prohibido, Teníamos que ser niñas impecables, no debíamos pensar, solo repetir mecánicamente. Ya estaba todo pensado. Volví a Neuquén para hacer el secundario, venía con mucha rebeldía y me costó tremendamente ese primer año. En el colegio había discriminación por clase social, no por cuestiones culturales o étnicas. Estaba muy demarcado quiénes eran los hijos de las empleadas domésticas y quiénes los hijos de los patrones.

¿Las llamaban empleadas domésticas a estas trabajadoras?

–Sirvientas las llamaban. Eramos como dos bandos. Ya esa etapa de la adolescencia es difícil, cuanto más si se la vive con represión y maltrato. Estaba enojada con mi familia, donde además se vivía una situación muy ingrata para mí: había vuelto mi padre para instalarse, un hombre alcohólico que necesita un techo y ser atendido. Yo no podía soportar su violencia contra mamá, y no entendía por qué ella soportaba ese maltrato. Mamá decía que a pesar de todo había que respetarlo. Aguanté hasta los 15, y me fui. Sabía que había algo mejor y que la única manera era que me echaran: eso iba a suceder si me embarazaba. En ese período una embarazada de mi edad, soltera, era la deshonra de la familia.

¿Tuviste relaciones con un mapuche?

–En realidad este chico era mestizo, producto de una violación, de madre mapuche y padre patrón de estancia. Hubo un romance primario, pedí quedar embarazada aunque él no quería ser papá. Cuando me echaron fue un gran alivio, agarré mi mochila y salí. Mamá lloraba, no podía entender mi conducta, traté de explicarle que no podía soportar verla golpeada, que su golpeador estuviera en casa. Ya tenía 6, 7 meses de embarazo... Fui a lo de mi hermano mayor, que ya tenía familia propia. El me dijo que había que ordenar las cosas con el papá del bebé, cosa que hicimos. Acordamos vivir junto un período, nos fuimos a una villa, repetí la historia de mi mamá. Construimos un ranchito y cuando el bebé cumplió un año, me separé. Empecé a vivir lo que yo quería, a trabajar, a estudiar, a militar en la comunidad. A los 16 volví realmente a la vida trabajando con los jóvenes en medios de comunicación. Fundamos la primera FM del barrio, Islas Malvinas. Una de las metas era generar la comunicación entre vecinos, instalar la cultura de la solidaridad para ser menos vulnerables a lo que viniera de afuera. Participé también de la Asamblea por los Derechos humanos de Neuquén; en diciembre del ’80 fui elegida miembro directivo. Y en ese espacio trabajé con otras compañeras para fundar el sindicato de trabajadoras domésticas. También desde ahí hice mucho trabajo para concienciar en la identidad, porque la gran mayoría de empleadas del hogar eran mapuches. Y me formé en la organización Nehuel Mapu Vomo Werken.

¿Todas estas actividades las hiciste de la mano de tu hijito?

–Sí, más o menos. Supe lo que era alquilar mi propio espacio. Yo también me ganaba la vida como trabajadora doméstica. Era una situación muy dura, por eso la necesidad del sindicato. Nosotras considerábamos que las tareas domésticos son un trabajo, por lo tanto dignifican a la persona. El problema está en la relación que se establece entre el empleador, la empleadora y la trabajadora. Hay casos en que la empleadora cree que está muy bien remunerada con la ropa vieja que ellos ya no usan, eso aún ocurre en la actualidad. Por eso necesitábamos organizarnos, que el trabajo fuera respetado. Luchamos por el salario mínimo, por establecer la obra social y el aporte jubilatorio. Costó mucho ser escuchadas en la Legislatura porque la mayoría de los legisladores tienen en sus casas a trabajadoras domésticas mal pagadas... Empezamos a denunciar a los cabrones y hubo acuerdo finalmente. Nos atrevíamos a todo en la década del ’80, éramos muy jóvenes. Conseguimos salario mínimo, la libreta... Estuve dos años trabajando y después me dediqué al mundo mapuche. En el ’85 hicimos la primera y única marcha de la escoba, ese día ninguna fue a trabajar.

¿Cuándo comenzó exactamente este despertar mapuche?

–Hubo todo un proceso de redescubrimiento de nuestra identidad. En la juventud empezó a despertar la necesidad de saber qué es ser mapuche. En realidad, el proceso organizativo había comenzado a mediados de los ’70. La década del ’80 fue de difusión y promoción a través del folklore, tuvimos mucho acompañamiento de compañeros intelectuales, de los medios. Mario Grassi en su programa de TV, Juan Carlos Davidovich, antropólogo, creó las condiciones para poder llegar a Buenos Aires y encontrarnos con diversos apoyos. La idea que nos marca en los ’90 tiene que ver con la identidad política y un proyecto en este sentido. En la provincia de Neuquén hay ahora 60 comunidades organizadas. Cada comunidad supone un número equis de familias y está constituida por un sistema de autoridad tradicional: lonko (cabeza que orienta a su pueblo), pijan kuse (autoridad filosófica), werken kona (joven guerrero). Este último rol surgió cuando la invasión militar a nuestro territorio, antes no existía. Hoy el desafío es abrir el debate hacia lo interno para poder construir el estatuto autónomo y definir el modo de articulación e interrelación que queremos tener con el pueblo neuquino y sus instituciones. Hemos reconstruido el sistema de justicia mapuche y creemos que el sistema judicial debe ser intercultural. Creemos que esta diversidad no solo debe figurar en los papeles. Otro de los muchos avances logrados: haber generado el marco jurídico de reconocimiento de derecho en este país, donde a partir del ’94 se reconoce la preexistencia de los pueblos originarios. Es un gran avance haber conseguido que la Argentina adhiriese al convenio de diversidad biológica que reconoce a nivel internacional el derecho de estos pueblos, que se creara la ley 23302 que da lugar al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. Y te podría seguir enumerando toda una serie de logros importantes para nosotros, como las normativas de lujo de Parques Nacionales que dan una buena orientación, porque tenemos intereses comunes: conservar lo natural.

¿Cuál es la producción cultural más reciente de la nación mapuche?

–La hay, aunque nos falta apoyo institucional para la promoción de nuestra cultura. Por ejemplo, tenemos nuestro grafemario diseñado, listo para editar, pero no hay quién ponga el dinero. Algo interesante está pasando con los jóvenes: están innovando en el arte musical indígena, con un mensaje mapuche de hermandad. Acaba de crearse una banda en Neuquén, Guerreros del Este. Hacen temas populares en mapuche y castellano, reggae, cumbia, chamamé, una especie de fusión. Sin embargo, no pueden grabar aún su CD porque no hay plata. Hay muchos jóvenes que siguen carreras universitarias, que se han recibido, chicos que se han criado con plena identidad.

¿Cómo es la historia de las mujeres en la cultura mapuche?

–Nosotros tenemos un principio básico, que es la dualidad de género y generaciones. Esta armonía que teníamos en nuestra vida comunitaria en la época de pueblo libre, fue fragmentada. Con la invasión apareció en nuestra cultura uno de los peores vicios que trajo esta sociedad, el más dañino: el machismo, que generó estragos en nuestro pueblo. La mujer empezó a ser denigrada, desvalorizada, solo destinada a cuidar hijos, encerrada en la casa al servicio del marido. Pero ya empezó como te decía ese proceso de descolonización, que comprende recuperar esa dualidad. Por eso te estoy hablando como werken mujer, estoy siendo autoridad política de mi pueblo gracias a que asumimos ese compromiso, cotidiano y firme, de descolonizarnos. Entonces, desde los ’90 empezaron a aparecen los roles de lonko, werken, kona en mujeres. La mujer recuperó el lugar que le daba la cultura mapuche, a equiparar la armonía que supimos tener.

¿Hay una alguna forma de transmisión matrilineal?

–Ahora se está haciendo una transmisión más de familia. Esa ceremonia de iniciación que se ve en la película La Nación Mapuce, es especial para mujeres. Se llama Katán Kawí, corresponde al ingreso en la adolescencia de niños y niñas. A las chicas se les cala la oreja como señal de esta nueva etapa. El papá y la mamá desvisten a su hija niña para vestir a su hija mujer y mostrarla a la sociedad con orgullo, a los 12. La faja de las nenas hasta esa edad puede ser de cualquier color; en la ceremonia debe tener una franja roja que la identifica como nueva mujer destinada a la proyección no solo biológica sino también cultural y territorial. Con el varón se realiza una ceremonia semejante.

Es realmente envidiable esa equiparación que está logrando tu nación...

–Sin duda, la sociedad de este país tiene mucho por corregir y reconstruir para cambiar cierta mentalidad. Nosotros, los pueblos originarios, ofrecemos todos nuestros conocimientos, nuestra experiencia para ese cambio social necesario para todos. Porque de nada sirve que la sociedad mapuche recupere sus principios, sus valores, si la cultura vecina está tan destruida. Siempre invitamos al pueblo argentino a que haga un trabajo de revisión de su identidad para de verdad poder interactuar. No va a haber país intercultural si los argentinos no se toman en serio estos temas.

Pueblo Mapuche

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