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Pueblo Mapuche

BAIGORRITA. Responso para un etnocidio

BAIGORRITA. Responso para un etnocidio





El escritor e investigador Norman Cruz realiza, con este libro, una emocionante reivindicación de la resistencia Mapuche durante la Campaña del Desierto, tomando como bandera la figura del Longko Diez Aguas, conocido como Baigorrita, último bastión de los Rankulche (ranqueles). No es un libro de historia, sino una novela bien documentada, que describe con gran arte literario, y respetando la lengua Mapuche(Mapuzungun), los personajes y experiencias de este periodo trágico. Para su investigación, el autor tuvo que hurgar entre las fuentes oficiales y alguna no oficial, como el testimonio de viajeros y misioneros. Sin embargo, la narración es la propia voz de los perseguidos, a pesar de usar como soporte los partes militares de los asesinos de güenosai, lo que le da más fuerza dramática al relato. “Al Sr. Comandante en Jefe (...) Anoche se han tomado 30 prisioneros más, dejando 2 muertos, con los que hacen un total de 92 prisioneros y 7 muertos (...) Aún espero tomar más indios, pues se ve en el campo muchas huellas de grupos que huyen sin rumbo. Saturnino Torres” .

Por Martín Azcurra

Norman Cruz cuenta la dura retirada del lofche (comunidad) ranquel, a finales del siglo XIX, tras 9 meses de deambular por el territorio central después argentino, metiéndose de lleno en la vida social y cultural de los pueblos originarios locales. Este estudio de las relaciones humanas permite comprender la integridad de estos pueblos a la hora de resistir y luchar.

Además del valor literario e histórico, el libro tiene un valor político, pues sin plantearlo es una clara denuncia contra el silencio de los historiadores que prefieren quedarse satisfechos con la palabra de los vencedores. Norman Cruz se suma a esta denuncia implícita que vienen haciendo algunos escritores militantes como Eduardo Galeano y Osvaldo Bayer, entre otros.
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Mas información sobre el libro: Baigorrita. Responso para un etnocidio

Esta novela recrea la trágica retirada final del lofche (comunidad) ranquel de Baigorrita desde la perspectiva de sus protagonistas, es decir, de los perseguidos. Para ello, el autor se apoya en una minuciosa revisión de la información acumulada en diversas disciplinas, en fuentes oficiales o particulares, tanto de origen militar como de misioneros, funcionarios, científicos, investigadores, viajeros, cautivos, periodistas, etc.

Por Norman Cruz

En el caso del grupo que constituye el centro del relato, el periplo se prolonga a lo largo de nueve meses de agónico deambular por el hosco territorio central de la que después se anexo a la República Argentina, bajo los flagelos combinados del hambre, la sed, la viruela, el terror, los Rémington y los sables del enemigo, que le van arrancando pedazo tras pedazo hasta reducirlo a la mínima expresión, finalmente liquidada antes de que logre cruzar el río Neuquén. Allí matan al indómito Longko Mariko (Diez Aguadas), conocido por nosotros como Baigorrita, que lleva su resistencia hasta las últimas consecuencias para evitar caer prisionero.

A lo largo del desarrollo del texto, van apareciendo citas textuales de documentación de la época, que van anclando reiteradamente la narración a la realidad, a ese etnocidio llamado “Conquista del Desierto”, que se inició en 1878 y concluyó ya bien avanzada la década siguiente.

El diseño de la portada pertenece a Lato.

El autor ha añadido en un Apéndice información valiosísima para una cabal comprensión de esta intrincada novela:

1. Advertencias.
2. Vocabulario de términos mapuche utilizados en el texto.
3. Nombres de personas y topónimos en la lengua de la tierra.
4. Publicaciones de las que transcribí fragmentos a mi texto.
5. Bibliografía selecta.
6. Cartograma del escenario de los acontecimientos.


FRAGMENTO:

Renacuajo Chico atraviesa a todo galope el atardecer, brumoso y casi tibio, hacia al paradero llamado Donde Hay Divisadero, guiado por el banco de humo que asciende desde los restos de cuero carbonizado de una ruca donde la viruela ha terminado hoy con el último habitante. Sostenido en el aire, paulatinamente quieto, llega desde la distancia el plañir indistinto de otros apestados, pespunteado por las espaciadas y potentes preces que la machi Volaba Planeando de Otro Modo profiere, con voz ronca y chillona, para conjurar la ominosa ofensiva del gualichu que tanta muerte está causando.

Pero a Renacuajo Chico lo afligen otros apremios. Su azulejo desparrama ovejas a su paso, entre protestas e insultos de mujeres y chicos, y salpica de espuma a los perros pastores que intentan garronearlo. Sin acortar la rienda, rodea el carromato de un mercachifle, distrayéndole la clientela femenina a quien intenta vender sus baratijas, y va a sujetar brutalmente ante la ruca del jefe Diez Aguadas, haciendo sangrar la boca del azulejo en medio de un torbellino de polvo que se traga la imagen de corcel y jinete. Enmascarado de sudor y de tierra, el joven salta desde el recado fuera de la espesa nube y se zambulle en la oscuridad de la ruca, gritando:

—¡Apresaron a tu comisión, Diez Aguadas!

El destemplado anuncio rebota en las paredes de cuero. Solo, un hombre atlético, vestido de chiripá, bota fuerte y camisa fina, sentado cerca del fogón central, sin sobresalto aparente aparta la mirada de las riendas que desvira a cuchillo, alza la cabeza con un gesto que echa a la espalda la recia cabellera retinta sujeta con vincha de lana multicolor y escruta al recién llegado. Renacuajo Chico es blanco y viste como tal, desde las botas hasta el sombrero desteñido y polvoriento que corona su ondulada melena oscura, pero ha adoptado depilación facial, aros, collar y otros usos de los rancülche. Diez Aguadas aspira profundamente el humo de un chala corto y grueso antes de quitárselo de la boca para decir con parsimonia:

—Éste no es modo de entrar, hijo. Es mucho el apuro que traes.

—¡Es que los güinca apresaron la comisión que enviaste a buscar las raciones!

—Y quién hizo eso…

—Dicen que Roca Chico les tendió una trampa y los agarró.

Villa Mercedes, octubre 23 de 1878


AL SEÑOR GENERAL ROCA

En cumplimiento a las órdenes de V.E. he tomado presos a la comisión del cacique Baigorrita, compuesta de 94 indios de lanza, 8 mujeres y 6 muchachos.

Es indudable que los ranqueles tienen el propósito de romper la paz, y me confirman de esta desconfianza no solamente las recientes invasiones que han tenido lugar en la estancia de los Olmos, a diez leguas del Río Cuarto, de donde se han llevado 400 yeguas, la muerte de nueve vecinos en las sierras, y la de La Carlota en estos días, sino que el cacique Epumer, que indudablemente es el que ha fomentado estas invasiones, me escribe diciéndome que no marchará su comisión a recibir las raciones hasta no ver que se haya despachado la de Baigorrita.

Además de los 94 de la comisión se han tomado 25 indios, que estaban en ésta por negocios, lo que hace un total de 119 indios de pelea.

Serán bien tratados como me lo recomienda V.E.

Rudecindo Roca, Teniente Coronel


Diez Aguadas, llamado por los blancos Baigorrita, vuelve su atención, en aparente calma, al pucho deforme y a las riendas. Desorientado, Renacuajo aguarda. Por fin, envuelto en el humo del tabaco, el jefe murmura bajo, casi para sí:

—De él no desconfiarían. Ni yo hubiera desconfiado…

Una mujer aparta la manta que cierra su compartimiento y asoma la cabeza rubia, de rostro muy blanco pero curtido.

—¿Qué son esos gritos?

—Es que la comisión… —empieza a explicar Renacuajo Chico, pero Diez Aguadas lo interrumpe.

—Dile a Viejo José que venga en seguida y avisa a mis jefes lo sucedido; que vengan aquí mañana temprano.

El joven sale; la mujer se acerca a Diez Aguadas.

—¿Qué decía Renacuajo Chico, Manuel?

Él, en silencio, se concentra en su trabajo. Pero a ella le basta verle los ojos para comprender que algo muy grave sucede.

—Manuel, debes decirme lo que pasa.

El tono casi casual de Diez Aguadas contrasta con lo que dice.
—Roca Chico apresó la comisión que mandé.

—¡No puede ser! El comandante dijo que… Voy a buscar la carta que te envió.

—No hace falta, Marí. Me la dijiste tres veces, y dos más el Viejo José.

Marie lo escruta entre herida y molesta.

—¿Te la hiciste leer con él? Desconfiaste de mí…

—El sabe mejor la lengua de los güinca. Tú sabes tu lengua.

—¡Leo muy bien l’espagnol! —protesta ella, y en su enojo no responde en el habla de la tierra, sino en español y francés. El insinúa casi una sonrisa al preguntar, también en español:

—Qué vos diciendo, Marí.

Y vuelto al talante grave, concluye en su lengua:

—Sabes que yo no hablo lengua güinca, mujer.

Amoscada, se queda con los ojos muy abiertos absortos en las brasas del fogón, las manos entrelazadas sobre el maltrecho vestido europeo. Tras un silencio largo, reflexiona en voz baja:

—Pero casi no hay comida, Manuel. ¿Qué vamos a comer sin esas raciones?
La forzada calma del jefe se agrieta. Avienta lejos el pucho, y un destello homicida le cruza los ojos.

—¡Perros güinca! —murmura roncamente—. Hice cumplir el tratado, y ellos…

Marie, inquieta, lo mira levantarse y zanquear hasta el fondo de la ruca, donde patea a un cuzco desprevenido; después, mientras se va dominando, vuelve por la línea de puntales hasta una horqueta de donde descuelga la primorosa alforjita tejida que usa como tabaquera. Hurga en su interior y se la arroja con fuerza:

—¡Acá no hay ni un cigarro! ¡Quiero fumar!

En sumiso silencio, ella va por chala a una de las habitaciones tabicadas con mantas, vuelve a sentarse a la luz del fogón y empieza a armar toscos cigarros. Le alcanza el primero. El se acuclilla, toma un tizón y lo enciende con largas chupadas. Ella añade unas astillas al fuego. Tal vez inducido por el chisperío que se le refleja en los ojos, él monologa:

—¡Perros!… Es cierto. No tenemos casi nada. Confiaba en que esta vez cumplirían el tratado. Trabajamos tanto con Dos Zorros para convencer a la gente de que había que hacer la paz con Güenusai… Era distinto cuando vivía Zorro Igual al Puma, el hijo de Zorro Celeste, que tan bien nos conducía por el camino de la paz.

Se queda unos momentos caviloso; cuando vuelve a hablar, la ira contenida le va enronqueciendo la garganta.

—Siempre nos han dado terneros flacos por vacas, harina agorgojada, aguardiente aguado, tabaco ardido, yeguas de menos… Ya no les basta con eso. Ahora quieren matarnos de hambre, y me provocan a pelear apresando a mis embajadores.
Exaltado por sus propios dichos, termina bramando:

—¡Ese traidor Roca me ha quitado a mi cuñado Pedernal Dorado, mi escribano, mis intérpretes, mi corneta… muchos amigos!

—Yo seré tu escribana, Manuel.

Él se cierra, y quedan callados.

El espeso y desusado oasis de quietud naufraga en el bullicio habitual de la ruca a medida que ésta vuelve a llenarse de gente. De regreso de una excursión en busca de leña y agua van entrando esposas, concubinas, proles y cautivos, seguidos por un reguero de perros. Desenganchan de la frente las fajas con que sujetan las cargas y las van echando por tierra sin cuidado: ya saben la mala nueva. Ni una lágrima corre por el rostro enérgico de Refulgente Lucero de la Tarde, la amatronada y sensual mujer principal de Diez Aguadas, al saber que su hermano Pedernal Dorado, embajador plenipotenciario de su marido, está prisionero. Pero los soeces insultos con que suelta las riendas de su furia contra los blancos llegan nítidos hasta el carro del mercader, de pronto sin clientela. Los estridentes lamentos de los parientes de otros capturados, que se van enterando del suceso, contaminan de resentimiento el crepúsculo sereno.
Marie se agacha para recibir entre sus brazos a Cabeza Amarilla, hija de Diez Aguadas, que se desprende corriendo del pelotón de niños. El padre, nimbado en el humo azul del tabaco, al contemplar las rubias cabelleras de la mujer y la niña vuelve a pensar que parecen madre e hija, aunque ningún parentesco las una. Luego sigue con la mirada el inseguro claveteo de los tacos altos de Marie, ya muy chuecos, en el suelo flojo, mientras se retiran juntas a uno de los cubículos, y aprecia la diferencia entre este andar y el de las mujeres de su raza, ligeramente lunanco a fuerza de sentarse con ambas piernas dobladas siempre al mismo lado.

La llegada de su secretario José Asteparo, un blanco bajo y robusto que corona su desbordante pelambre gris con un deshilachado gorro de manga de color arratonado, troncha la contemplación. Lo distinguen como Vuta Ngoché, José Grande, o Viejo, desde que su hijo, apodado José Chico, empezó a destacarse en los entreveros y como lenguaraz de Diez Aguadas. Habla con el jefe sin protocolo alguno.

—Me ha dicho Renacuajo Chico que han capturado tu comisión…

—Sí… Salgamos, hay demasiado bochinche aquí.

Y ya afuera:

—También mi hijo estará entre los prisioneros…

—Sí. A José Chico lo han visto toro en la pelea en varios malones. Le tocará lo mismo que a nuestra gente.

José, estoico, baja la cabeza y apenas comenta:

—Avisaré a la madre.

—De paso, mandarás mensajeros a prevenir a las comisiones de Dos Zorros y de Pata de Piedra, que van en camino a buscar sus raciones, lo sucedido con mi comisión.

El viejo sale y él, ya solo, se asoma a la entrada y llama fuerte para rasgar el bullicio:
—¡Marí!

Y cuando ella acude:

—Has dicho que serás mi escribana y ahora mismo tengo que mandar algunas cartas.
—¿A quien le mandarás cartas?

—Voy a reclamar a ese perro de Roca chico que me devuelva inmediatamente a mi gente si no quiere que arrase la tierra güinca.


*
El sol recién nacido fulge en la platería que adorna los corceles atados al palenque de troncos contiguo a la ruca del jefe.

Adentro, sentados o echados, varios jefes de lujoso atavío comentan el hecho que aflige a todos. Están allí Jaguar Colorado, Celeste, Fortuna, Ciprés en el Deslinde, Chingolo, Batallón de Pumas, Zorro Sentado, Zorro Batallador, Aluvión, el veterano Lengua Veloz, Cuatro Pedernales, con algunos de sus subjefes. Y varios unidos a Diez Aguadas por lazos de parentesco: sus suegros Uña de Puma y Orador en Funeral, su tío Pluma Pequeña, sus cuñados Negro Tapado y El que Olvida, su hermano Lucho, su medio hermano Seis Cuernos, su yerno Jaguar Azul.

Las mujeres de Baigorrita se agrupan a un costado, silenciosas. Refulgente Lucero de la Tarde vigila con aire severo a los cautivos blancos encargados de la atención de los huéspedes: una mujer joven, muy sucia y desaliñada, a quien llaman Perra Cautiva, con una niñita tan sucia como ella prendida de sus harapos, reparte un poco de chicha con un odre de cuero; un muchacho andrajoso picado de viruelas sirve porciones de carne y zapallo hervidos, y otro más chico alimenta el fuego.

Pueblo Mapuche

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